Libre de virginidades, más prevenida, pero aún insatisfecha, emprendí la búsqueda del placer con numerosos amantes, me crucé con varios aparentemente experimentados, uno que otro mero macho penetrador o cunnilingus expertos (más cercanos a máquinas potentes de limpieza vaginal). Probé el 69, el 72, la profunda, el columpio, el misionero, lo probé todo (bueno lo que entendía por “todo” hasta ese momento), incluso el método del cojín, que puse en práctica por recomendación de una amiga, de quien esperaba ansiosa, semana a semana, escuchar las historias de sus sensacionales orgasmos, pero tampoco funcionó.
Seguro querrán saber en qué consistía… básicamente se trataba de ponerse boca arriba sobre uno o varios cojines para elevar la pelvis, al parecer para mejorar el contacto del pene con el afamado punto G, pero lo único que logré conseguir fue un dolor lumbar que inhabilitó mi búsqueda por unas semanas.
Por supuesto que hubo algunos orgasmos, aunque todos fingidos. Si me preguntan por qué lo hacía, realmente no tenía la intención de simularlos, sólo trataba de emular lo que hasta ese momento era mi única referencia de educación sexual, las películas porno. Cómo podía saber si había tenido o no un orgasmo si nunca lo había sentido, cada cuerpo es distinto y quizá aquellos escasos momentos de éxtasis atenuados habían sido orgamos, (me decía a mí misma). Como si siguiera una receta, replicaba los gemidos de aquellas estrellas porno para quienes todo acababa con la eyaculación masculina.
Si lograr la eyaculación masculina era consumar en su mayor plenitud el acto sexual, me sentía además cargada con el deber de satisfacer al macho, complacerlo, así el sexo no parecía ser un acto fallido. Sin embargo, el placebo duró poco. Como aquella escena de la película “Virgen a los 40” en la que el actor Steve Carell describe las tetas como bolsas de arena, en una conversación entre amigas la descripción de mis aparentes orgasmos terminaron con la trágica conclusión de que, lastimosamente, no había podido experimentarlos.
¿Qué concluí yo? soy anorgásmica. Dejé de fingir, me sometí a mi extraña condición y me resigné a disfrutar del sexo sin orgasmos. Para mi sorpresa aquella fatídica conclusión era completamente comprensible para mis compañeros sexuales, al fin y al cabo su placer era el que contaba.
Un día, en el que parecía que iba a tener otro encuentro sexual habitual con uno más del montón, tuve una experiencia inusual. Por primera vez experimenté el esfuerzo real de un hombre por complacerme, al decirle que era anorgásmica, quedó consternado, no lo podía creer.