Era el año 2011 y la pulcra, tenebrosa, y pesada carga de mi “virginidad” reposaba sobre mi vagina a los 19 años. Una virginidad en todo su furor, que en boca de las mujeres de mi familia era una flor única y delicada cuyo néctar no podía ser absorbido por cualquier abeja, pero aún peor, cuyo néctar tenía la capacidad de cargarme con un niño en plena flor de mi vida, (por cierto, la único flor que realmente me preocupaba).
Sin embargo, para ese momento, ya las películas de The Film Zone en su franja para adultos o el “blujineo” como le decíamos de jóvenes a ese rozamiento apasionado, exploratorio, pero aún temeroso de la sexualidad, no eran suficientes. Conocí a la que consideré era a la abeja adecuada ese año decisivo, en tercer semestre de la Universidad y decidí que era hora de probar aquella intensa sensación que mostraba Emmanuell, en alguna de sus innumerables aventuras sexuales con las que muchos nos conectamos hasta la madrugada, con el televisor casi en silencio.
Sin planearlo, alguna salida casual terminó conmigo y con El Elegido sobre un sofá cama, en la sala de su casa, con toda su familia descansando en las habitaciones contiguas y yo ligeramente ebria, pero completamente enardecida, hipersensible, con elevados niveles de secreción que derivaron en un manoseo desenfrenado y conmigo bocabajo a la espera de recibir la estocada, que entre mis más cercanas confidentes había estado repleta de dolor, un pensamiento que, sin embargo, no rondaba en mi cabeza en ese momento.
Así fue, en cinco minutos aquella enigmática experiencia finalmente se consumó, mi flor había perdido para siempre su pureza. ¿Dolorosa? en lo absoluto ¿excepcional? para nada. Así sin más quedamos privados, más por la ebriedad que por la “faena”. A las 8:00 a.m. un sonido me despierta y en 5 segundos recupero la conciencia, los recuerdos se vuelcan a mi cabeza rebobinandos a la máxima velocidad y una pregunta me obliga a abrir los ojos estupefacta ¿usamos condón?, luego otras ¿habrá sangre en las sábanas? (Cuál prueba de virginidad retratada en innumerables películas) ¿habrá semen? y con esta, ¡Carajo! ¿se vino adentro o afuera?
Le despierto y me confirma mi mayor temor, horrorizada me dirijo al baño y pienso ¡la píldora! y luego, ¿Me habrá transmitido una enfermedad venérea? ¿SIDA? Horror y más horror. Con náuseas rechazo el desayuno que su madre amorosamente me ofreció y nos apresuramos a ir a una farmacia. En extremo avergonzada, sintiéndome casi obscena, no soy capaz ni siquiera de comprar la píldora por mí misma, permanezco lejos hasta que él lo haga por mí, y como si aún me faltara escarmiento, lo que viene a mi mente es un video, proyectado en alguna de mis clases del colegio, de los denominados “provida” en el que aseguraban que este tipo de métodos eran una forma de aborto.
Si creen que mi recorrido por los sótanos del infierno terminó ahí (afamada frase de la comediante colombiana Alejandra Azcárate), no fue así . Los siguientes días, me apresuro a hacerme pruebas de Enfermedades de Transmisión Sexual (ETS) por medio de mi Plan Obligatorio de Salud (un proceso que llevé a cabo bajo absoluta reserva). Lo que recuerdo claramente fue haber tenido una corta charla con una “profesional” del programa de Planificación Familiar quien se suponía debía brindarme asistencia. Con absoluta vergüenza le narré brevemente lo sucedido “tuve relaciones sexuales sin condón”. De ella sólo emergió una mirada recriminatoria que jamás olvidaré.
Me entregó un folleto informativo de las diversas ETS existentes en el mundo (como si quisiera ahondar aún más en mi desasosiego) y procedió a obtener una muestra de sangre. Salí de aquel Centro Médico devastada. Literalmente, no dormí los días subsiguientes hasta obtener los resultados. Afortunadamente todo salió bien.
Luego mi temor mermó (la inconsciencia de ese pánico social que te obliga actuar de formas impredecibles) y pude observar en retrospectiva lo sucedido. Pensé ¡Me importa un carajo toda esa mierda de la virginidad! ¿el príncipe azul? ¿el elegido?, ¡No sé nada!, ni siquiera había tenido un orgasmo o al menos una experiencia sexual satisfactoria con la que hubiera podido decir que había valido la pena semejante suplicio. Lo único que confirmé en aquel momento es que toda la desinformación, mitos, tabúes, censuras, alrededor de la sexualidad, y ni qué decir de la sexualidad femenina, se habían reunido absolutamente todas en esa primera experiencia.
Así como seguramente el ex procurador Alejandro Ordoñez habría quemado todas las guías sobre derechos sexuales y reproductivos (2019) del Instituto Canario de Igualdad yo quemé el cuento de la princesa virgen e inicié mi desenfrenada búsqueda del placer.
Parte II: ¿Soy anorgásmica? En la búsqueda del placer